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Seguro que ha tenido la culpa

Un comentarista de este «vloj» afirmaba el otro día que para ser profesor de lengua había que estar un poco mal de la cabeza. ¡Y no iba muy desencaminado!

Tengo un amigo que después de profesor «Hulk» de lengua tuvo a uno paranoico. Sus dos características eran el descomunal «bosque» que asomaba por sus orejas (nunca pensó mi amigo que esos pelos pudieran ser tan tupidos ni medir tanto), y que le tenía una inquina y una manía tremenda e injustificada por uno de mis compañeros.

Un día hubo un altercado justo antes de la clase de lengua, y nada más entrar por la puerta, lo primero que espetó el profesor al alumno objeto de sus obsesiones fue:
– Ya me he enterado de lo que ha pasado, seguro que has sido tu

Todos los compañeros sabíamos que habían sido alumnos de otra clase y que este pobre chaval no había intervenido, porque estaba en el recreo con nosotros. Pero ni con esas, este hombre era digno rival de «Don Erre que Erre», pero sin tener un fin claro ni justo.

Después de más de 10 minutos de discusión en el que intentamos explicarle al obseso profesor quienes habían sido los implicados y que nuestro compañero no había tenido nada que ver. Concluyó:

– Bueno, pero seguro que algo ha tenido que ver…

Yo creo que ese hombre todavía piensa, cuando ve alguna noticia de un atraco por la tele:

– Seguro que mi antiguo alumno tiene algo que ver. Seguro.

El doctor Jekyll da clases de lengua

Tengo un amigo que tenía un profesor de lengua que era la versión española del hijo ficticio entre el Doctor Jekyll y Hulk (diox mio, espero que sea ficticio realmente). Era una persona tímida, retraída, gris,… pero que cuando se cabreaba se ponía de todos los colores que ofrece la paleta de la agresividad.

Lo sorprendente del caso es que sus estallidos violentos solían venir con retraso, no en el momento que cualquier persona los tendría. Así que resultaba aún más desconcertante ver como 10 segundos después de la gota que colmaba su vaso de la paciencia (con mucha capacidad, todo hay que decirlo) se levantaba de un brinco, agarraba su mesa, la tiraba contra la tarima y esgrimía su grito de furia favorito:

¡¡ME CAGO EN LA OSCURIDAAAAAAD!!

El proceso que seguía después de que nos soltara un breve bronca a gritos era siempre el mismo: nosotros nos quedábamos lívidos, y el se quedaba la mar de relajado.